Clorox anunció el cierre de sus operaciones en Venezuela. En un comunicado expuso sus razones:
“Clorox Venezuela hubiera preferido continuar su negocio en Venezuela y suministrar sus productos a los venezolanos. Sin embargo, dadas las restricciones operativas impuestas por el Gobierno venezolano, la considerable incertidumbre económica, las continuas interrupciones de suministros y sin aumentos significativos y recurrentes de los precios (…), Clorox Venezuela anticipó que continuarían las considerables pérdidas operativas en el futuro previsible”
Cerrar una empresa siempre es una decisión difícil, además de costosa. Muchas familias dependen de esos puestos de trabajo que pronto dejarán de existir. Muchos proveedores y clientes dependen de esos productos que ya no se producirán. El gobierno reaccionó ante la decisión de Clorox bajo una ya vieja consigna trocada en amenaza: “Empresa cerrada, empresa tomada”, y tomó control de las operaciones, con el objetivo de salvaguardar los puestos de trabajo y la producción.
La antigua Clorox es hoy una empresa estatal y sus trabajadores ahora son empleados públicos. La suerte de la empresa dependerá del Fisco Nacional y de la gerencia pública, como ha sucedido con tantas otras empresas estatizadas desde el año 2007.
No hay razones para ser optimista con el futuro de la producción de la nueva empresa estatizada. El desempeño de las empresas privadas que han pasado a ser propiedad del Estado desinfla cualquier esperanza. Sin embargo, lo más inquietante es la desatención del gobierno a las razones de fondo por la que una empresa como Clorox decide cerrar sus puertas en Venezuela.
Ninguna empresa puede producir a pérdidas de forma permanente. Y el cierre o la quiebra son opciones para detener la destrucción de recursos valiosos que pueden utilizarse con mejor provecho en otros sectores o en otras actividades en la economía. Clorox tuvo tres años vendiendo dos tercios de su portafolio a precios congelados en una economía inflacionaria, una receta para el desastre financiero.
La escasez que se sufre en Venezuela es, en parte, consecuencia de un control de precios que ha desestimulado la inversión y que ya también es causa del shut-down decision, lo que promete agravar la situación. La toma de la empresa por parte del Estado no resuelve este problema que está afectando a muchas empresas. De hecho, bajo el actual control de precios, será el Estado (es decir: nosotros, los contribuyentes) quienes tendrán que financiar las pérdidas de las empresas.
Clorox también mencionó la incertidumbre económica como una de las causas del cierre. ¿Qué va a pasar con los precios de los productos regulados? ¿Qué va a pasar con el sistema cambiario? ¿Ya no va la unificación cambiaria anunciada? ¿El Estado centralizará las importaciones? Son preguntas que no tienen respuesta en la Venezuela actual y que afectan la posibilidad de que el sector privado invierta en Venezuela.
Ya en 1942 Joseph Shumpeter, en su libro Capitalism, Socialism and democracy, advertía que el cierre de empresas podía ser parte de un proceso de “destrucción creativa” en el que nuevas empresas, con productos innovadores, desplazaban a las rezagadas, cuyo destino era la quiebra o el cierre.
Para Shumpeter, el proceso de “destrucción creativa” era inherente a la dinámica capitalista y muchos han interpretado que el cierre de empresas es una consecuencia necesaria de la innovación y del crecimiento económico. Desafortunadamente, el cierre de Clorox no tiene relación con el proceso descrito por Shumpeter. Se enmarca, más bien, en una lamentable y peligrosa tendencia: el número de empleadores en Venezuela en el 2002 era de 611.803 empresas, según datos del INE, y para enero de 2013 ese número de empleadores había disminuido hasta llegar a 345.386. Una dramática caída en el número de empresas que operan en el país que nada tiene de creativa, pero sí de destrucción.
Uno desearía que el caso de Clorox fuera un caso aislado, algo menor. Pero, en realidad, es un síntoma de un problema que atenta directamente contra el bienestar de los venezolanos: no hay ningún país del mundo que haya podido prosperar y superar la pobreza de forma sostenible sin una inversión privada vigorosa.
Shumpeter decía que los primeros interesados en implementar el capitalismo deberían ser los promotores del socialismo. Argumentaba que el capitalismo era la única forma efectiva de acabar con los poderosos tradicionales a través de la innovación, un paso necesario hacia el socialismo. También decía que, para liberar a los hombres de la necesidad de dedicar la mayor parte de su tiempo a la actividad económica, el socialismo necesitaba una sociedad industrializada y eficiente y eso sólo lo podía producir el capitalismo.
Algunos dicen que Shumpeter argumentaba esto para atraer la atención de los socialistas de su tiempo. Sin embargo, hace pocos años, durante el Congreso de Partido Comunista Chino donde se discutía la inclusión de la propiedad privada en la Constitución, le preguntaron a un alto dirigente del Partido si consideraba que la constitucionalización de la propiedad privada en China era una desviación del comunismo. Curiosamente, la respuesta fue shumpeteriana:
“No. Al contrario. Para poder alcanzar el nivel de industrialización que requiere el comunismo, necesitamos inversión privada por unos doscientos o trescientos años más”.
Una respuesta conveniente, dadas las circunstancias, pues, como diría Keynes, en el largo plazo todos estamos muertos.
Mientras tanto, quienes estamos aquí debemos evitar las lamentables consecuencias de la destrucción de empresas, consecuencias que están a nuestra vista, aquí y ahora.
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