Para colmo las noches decembrinas son más largas. Se nos impone a todos esa penumbra precoz que nos sorprende después de las cinco de la tarde. La realidad, el paso de los días, y estos excesos de oscuridad nos igualan como si nos hicieran falta nuevas lecciones de democracia. El país cruje, como un barco viejo, sin que sus conductores se den por aludidos, sin que intuyan el peligro inminente, o la tragedia que significa esta travesía hacia ningún lado. Las noches de ahora son más largas y más apremiantes.
Lucía sufre. Clausuró su relación con el país que la vio nacer. En su rostro se nota el cansancio de la desesperanza. Una pregunta la obsesiona desde que la temporada navideña hizo su debut entre el frío relativo y la soledad absoluta. Su problema es que no hay respuestas que le parezcan apropiadas a sus interrogantes sobre el gobierno, la seguridad, la estabilidad económica o el áspero desamor que le perturba al verlo tan seguido en las miradas de sus conciudadanos. Lucía se va. Y parte como si la ruptura fuera para siempre y como si el destino repartiera nuevas barajas más allá de los confines de esta patria que ahora siente como una cárcel. Lucía no quiere morir aplastada por esa bota tan real, tan represiva, tan inhumana.
Carlos sufre. Ayer perdió su empleo. Y hoy vio mermados sus ahorros con una velocidad perturbadora. “Nada personal” – le dijeron al entregarle su carta de liquidación y explicarle lo que a él le parecía incomprensible. “No están dadas las condiciones para seguir operando”. Y él, como carambola aciaga, terminó siendo la víctima de una guerra emprendida por el gobierno para imponer sus objetivos políticos. Él, que nunca quiso meterse en política, terminó igualmente afectado por el paso terminante de una revolución que destruye oportunidades al mayor y al detal. Carlos calla, pero en su cara se ve la magnitud de la desdicha. Todos esos años vueltos añicos porque los costos no se compadecen con los precios, los insumos no llegan y el control de cambios se ha transformado en un torniquete infernal. Todos estos años temiendo lo peor, pero sorteándolo una y otra vez, hasta que no se pudo más. “Nada personal” –le repitieron- pero el gobierno ganó su guerra, la de la destrucción de la economía, la de la disolución de los empleos, de tu empleo. Del mío, pensó él. Y para colmo, esta luz mortecina de nuestros ocasos decembrinos.
Margarita sufre. El dinero simplemente no le alcanza. Y debe tomar decisiones. Ve a sus dos hijos y sabe que no hay ninguna posibilidad de darles el regalo prometido. Ve su casa y sabe que no hay forma de seguir pagando el alquiler. Ve su despensa y sabe que no hay manera de llenarla. Tiene empleo, pero sabe que nadie puede ganarle a esa inmensa tormenta donde el alto costo de la vida se ensambla a una escasez pertinaz. Debe tomar decisiones, pero no sabe por dónde comenzar. ¿La escuela? ¿El cable de TV? ¿El celular? ¿La comida? ¿El alquiler? Margarita está entrampada en una borrasca paradójica que la deja sin capacidad de reacción. Ayer le pagaron y hoy no tiene nada en el bolsillo. Mientras tanto, los niños se asoman a esa noche, buscando tal vez, la estrella fugaz que en todos los cuentos concede buenos deseos.
Cheo sufre. Hace cinco horas que se hizo de noche. Y el silencio parece decir que todo está en calma. Pero no es así. Mariana, su hija, todavía no llega. “Hija, ¿dónde andas?”. La respuesta es ese silencio que aflige y angustia. El tiempo parece detenerse en esa espera prolongada que puede terminar siendo la diferencia entre la vida y la muerte. “No lo soportaría… Si a Mariana le pasa algo, ya no tendría razones”. Sabe que a su lado hay otra vigilia que es cómplice de sus mutismos. A su madre también le aflige esa angustia de muerte que merodea por todo el cuarto. “Hija, ¿Dónde andas por Dios, que no sabemos nada de ti?” piensa, pero no se atreve a pronunciar palabra alguna. Es la taquicardia, su corazón, el que acelera el paso, en la misma medida que la falta de respuestas se va transformando en certezas.
Gabriela sufre. A su madre le diagnosticaron un cáncer de seno. “Tenía que ser en este momento, cuando la escasez de medicinas, de insumos y de materiales está en sus niveles máximos”. No debió haber sido nunca, pero ahora menos. Gabriela sufre porque sabe que su madre tiene una debilidad relativa, un peso que los demás no tienen. Su madre se enfermó cuando se está derrumbando la promesa fatua de un socialismo que habla mucho pero cumple poco. El cáncer le vino cuando en lugar de fármacos hay conciertos musicales, porque o una cosa o la otra, porque no hay divisas para ambas. A lo lejos se oye el bullicio que compite con ella con una lógica brutal. Ellos ganaron. La madre de Gabriela sufre y calla como si fuera irreversible su andar hacia la muerte. Nunca pensó que sería en diciembre cuando el azar hiciera que le dieran el diagnóstico. Nunca pensó que su médico de siempre partiera un día cualquiera, dejándola sola a ella con sus preguntas. “Ojalá la noche no fuera tan deprimentemente larga”. Gabriela piensa en ella y llora.
Julio Cesar exhibe su pequeñez entre los carritos de mercado. ¿Doce años? ¿Quince? Pero uno puede suponer que la vida lo ha expulsado demasiado temprano de su propia época de crecer. Lleva el pelo perfectamente peinado, con la carrera hacia la derecha, lo que hace suponer que en algún lado tiene a una mamá cariñosa que lo manda a la vida habiéndolo bañado y peinado. Se ve temeroso y suspicaz. No lo ayuda su estatura pero tampoco la aspereza de la competencia con otros más grandes y más veteranos. Lo de él es llevar carritos de mercado hasta los carros. Su diminuta figura se pierde entre los hierros de la carrucha, mientras suda la gota gorda para cumplir su misión una, dos, tres o las veces que pueda. Julio Cesar no se deja vencer, y todavía guarda en sus ojos esa luminosidad que se parece demasiado a la inocencia perfecta. Julio Cesar no estudia, es uno de los más de seiscientos mil niños que desertan por necesidad, orgullo y hambre. El niño devenido en hombrecito de la casa ve como desde el Ávila viene descendiendo la noche. “Será un largo camino de regreso a casa” –pensó- mientras cuenta los escasos billetes que juntó durante el día. En algún lugar una madre, tal vez muy joven, espera distraída.
Andrea sufre y desconfía. Mira con recelo y suspicacia cualquier promesa y cualquier alternativa. Dejó de creer y de tener referentes. Ni el gobierno la seduce ni los cantos de sirena de la alternativa la cautivan. Andrea sufre y resiente ese vacío en la que ella misma se está hundiendo mientras pide a gritos que alguien conciba un nuevo mensaje, una nueva consigna que supere esta nada plena de sinsentidos. Andrea sabe que la oscuridad es una razón más para la duda.
La desbandada que abandona el país. El desempleo que interrumpe proyectos. La inflación que invalida formas de vida y esfuerzos para salir adelante. La violencia que cabalga sobre la muerte y la inseguridad. La enfermedad desasistida por la incapacidad del gobierno y su falta de prioridades. La deserción escolar y el drama de las madres pobres, solas y demasiado jóvenes, son parte de las guirnaldas de esta época, llena de esa indiferencia que nos carcome como proyecto colectivo y de ese “individualismo anárquico del yo” que nos hace incapaces de encontrar la senda de la prosperidad y de ese sentimiento de justicia que siente como propias las desdichas de los demás. Y esa desconfianza en todo y en todos, esa amargura que a veces es tan inútil y otras tan explicable, todas estas vivencias son las sombras de este diciembre. Eso sí, la misma oscuridad dentro de una realidad compartida pero interpretada de muchas maneras, todas perturbadoras, todas negadoras de esa parte de la verdad que asegura que todo pasa, y que nos recuerda una y otra vez que lo que ahora luce tan negro de repente puede explotar en un amanecer de nuevas luces de fe y esperanza. Todo pasa, y los que resistan mejor la adversidad, tal vez terminen siendo los padres fundadores de una nueva etapa.
Fuente: Runrun.es
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