Arturo Neimanis
CAPITULO XXVIII: ¿Hay muerte después de la muerte?
julio 24, 2014
CAPITULO XXVIII
¿Hay muerte después de la muerte?
La
colonización del continente americano por parte de los europeos a principios
del siglo XVI se debió a razones puramente fortuitas en el tiempo y el espacio,
fuera del alcance de la mano de cualquiera de sus participantes. Hace doscientos
cincuenta millones de años, más o menos en la época en que aparecieron los
dinosaurios, Pangea comenzó a romperse para dar lugar a la configuración
continental que conocemos ahora. América se separó de África y Europa.
Fue
el último de los continentes en ser habitado. Cuando Colón soltó sus anclas
sobre las aguas del nuevo mundo, su población no llegaba a los sesenta
millones, el resto del mundo ya pasaba de los quinientos millones de almas. Desde el
principio, América partió con desventaja. En 1492, los pueblos europeos
llevaban dos milenios guerreando, mientras, las sombras solo se habían estado regodeando
en el disfrute del derramamiento de sangre que tanto les agrada.
Eso
me lo hizo comprender el Guardián durante mi adiestramiento, hizo énfasis que
en el fondo, todas las guerras habidas en Europa en la antigüedad les habían
preparado para vencer a los americanos. Yo aún no sabía siquiera de la
existencia de las sombras por aquella época, pero ahora, a la luz de todo lo
que ha llegado a mi comprensión, veo cuánta razón tuvo al decirme que todo lo
bueno no necesariamente lo era y que todo lo malo tenía también su razón de
ser, incluso las guerras.
Ninguna
raza o cultura es superior o más inteligente que la otra, ni la Europea ni la
Americana, como pretenden hacernos creer las sombras, simplemente, los medios
al alcance de los dos bandos no fueron los mismos, debido a razones
accidentales surgidas de las fuerzas de la naturaleza por un lado y a la
intervención del guardián, y de mi propia persona, a lo largo de la historia
europea.
En
el fondo, el ataque despiadado hecho por los demonios en el continente europeo
durante el siglo XX, podía verse casi como un contraataque ante la ofensiva que
representó la conquista.
Me
encontraba en esta línea de pensamientos cuando llegué, una vez más, a América.
Estábamos en las postrimerías del siglo XIV, todavía conservaba fresco en mi
memoria el mal momento que había vivido en este continente cuando visité el
imperio azteca. Por supuesto que evite geográficamente el siquiera estar cerca
de aquel lugar, de hecho, hasta ahora nunca he vuelto a pasar por allí a menos
de quinientos años de distancia.
Europa
era un hervidero de pasiones y muchas cosas grandes, desde el punto de vista
histórico, se estaban desarrollando en aquel momento, sin embargo, yo
disfrutaba de uno de esos infrecuentes periodos de tiempo en los que debía
permanecer inactivo y de paso, alejado de la zona de conflicto, bien porque ya
había intervenido antes, bien porque allí hubiese un nudo histórico que debía
permanecer incólume.
Continuaba
mi búsqueda incansable de información que me diese luces acerca del pecado
original que produjo la caída del hombre. Ya convencido que la gran mayoría de
los textos antiguos solo contenían o bien información adulterada por las
sombras o bien información tan alterada por el paso del tiempo que ya había
dejado de serme útil en mi indagación.
Me
dirigía hacia las llanuras de Nazca, En lo que hoy es el Perú, a 450 kilómetros
al sur de Lima y cerca del océano Pacífico. Por supuesto, mi intención era
estar cerca de las enigmáticas líneas que reciben su nombre de esa región que a
su vez proviene de la cultura Nazca. Sabía bien que no iba a encontrar ningún
manuscrito, ni inscripción antigua que iluminara mi búsqueda pero tenía la fuerte
convicción que tal vez, al empaparme con las fuerzas naturales de aquel lugar,
algo saldría que pudiera serme útil.
Lo que hallé, casi acabó con mi
existencia. Si pudiera dar marcha atrás, sin duda lo haría, sin ninguna duda, y
no hubiera acudido jamás a esta región ni a este tiempo, como de hecho nunca
más hice.
Continúe
a pie por un camino polvoriento, apenas un sendero en este desierto pedregoso,
seguramente trazado por el paso de los animales, cuando a lo lejos, distinguí
las figuras de un grupo de personas acampando en un pequeño claro, al lado de
un casi imperceptible riachuelo que brotaba de un puquio, un pozo en espiral,
ya casi seco. La tarde se rendía ante la noche cuando me presenté ante ellos,
sus costumbres les obligan a acogerme y en efecto, hacen honor a ellas.
Me
convidan de su comida, algo que acepto, no hacerlo sería una grave ofensa, es
alguna especie de ave que no reconozco preparada a la brasa, su sabor es
delicado, carece de condimentos adicionales pero al parecer, la carne es
fresca, deben haberlas cazado hoy mismo. Las acompañan con algo que parece una
especie de tortilla aunque no estoy seguro si es maíz, son bastante secas y
saben un poco rancias.
El
momento de comer es también el momento de hablar y pronto estamos envueltos en
una tertulia sobre muy variados temas, Simal, el que parece ser jefe del grupo,
de una forma por demás habilidosa ha estado sacándome información acerca de mí.
Es aquí donde cometí el error de presentarme a mí mismo como aprendiz de un
famoso chaman que habita más al norte y con quien había compartido pocos meses
atrás.
Simil,
al enterarse de esto me pidió mi ayuda con un pariente a quien van a visitar y
el cual se encuentra, según me dijo, muy enfermo desde hace varios días. Así
como ellos estaban en la obligación de acogerme, yo estoy obligado, siempre
según sus costumbres, a acudir en su auxilio. Eso va a implicar desviarme de mi
ruta durante un par de semanas, pero no me queda más remedio que hacerlo.
Después
de poco más de tres días de dura marcha llegamos a un caserío en la ladera de
una loma. Mis sentidos me alertaban a cada paso que dábamos mientras nos
acercábamos, era como una presión constante
en mi mente, algo como lo que se siente al sumergirnos en aguas profundas
cuando pescamos a puro pulmón, pero en vez de sentirlo en mi cuerpo, lo sentía
en el interior de mi ser.
Nos
dirigimos a la que parecía ser la principal morada del sitio, al menos era la
más llamativa. Una vez allí, pasamos al interior de un recinto débilmente
iluminado con unas lámparas de sebo malolientes.
Casi
en el centro de la habitación había un catre formado por un conjunto de esteras
apiladas una sobre la otra y encima del catre, una mujer. Una mujer extraordinariamente
vieja y de cuyos ojos parecían salir los fuegos del infierno. Ella era la
fuente del malestar que me aquejaba. ¡Estaba en frente mismo de una sombra
mayor!, una muy, muy vieja. Me vio y supe que me había reconocido. Aquel fuego
infernal de su mirada se convirtió en el más profundo odio que haya sentido
nunca en ningún ser vivo.
En
ese mismo instante supe que corría peligro, aquella sombra era la misma con la
que me había encontrado entre los aztecas. No sé a través de que canal
telepático nos estábamos comunicando pero, en una fracción de segundo supe todo
lo que aquella mente enferma contenía y si ella no hizo lo mismo conmigo fue
tan sólo por el fortuito hecho de su extrema debilidad física y que, aunque me
había preparado durante muchos años para este segundo encuentro, el terror
igual hizo mella en mi obligándome a cerrar por completo mi mente, no sin antes
enviarle, en un acto meramente defensivo, casi que instintivo, una ráfaga mental
a manera de escudo, pero con tanta fuerza, producto del miedo que me embargaba,
que acabo con su vida casi instantáneamente. Todo ello, tan solo un momento
antes de que accediera a mis conocimientos o que a su vez acabara con mi vida como yo lo hice
con la suya.
Ninguno
de los presentes se percató de nuestra silenciosa batalla, para ellos, habíamos
llegado muy tarde y la muerte se la llevo antes que yo pudiera hacer nada. En
contra de todo lo que mi sentido común me indicaba, permanecí una semana más
con ellos y logré obtener varias piezas sueltas que me permitieran armar el
rompecabezas cuando hubiese puesto tierra de por medio de aquel sitio.
Convencido
que aquel lugar ya no me podía ofrecer nada más me fui, descartando mis planes
originales, emprendí camino a donde debí haber ido en primer lugar. La cuna de
la humanidad, el continente africano.
Continuará...
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