Todos los colectivismos son torpes, y por esa misma razón terminan siendo rudos. Todos ellos invocan el imperativo del “bien común” como premisa de la suprema felicidad. Todos ellos exigen un presente de penurias para que en algún mañana inmarcesible se consiga la igualdad y la justicia, eso que ellos llaman “bienestar general”. Sin embargo nadie termina de entender cómo la precariedad insustancial del presente, que se ha vivido en todas y cada una de las experiencias socialistas -fascismos, comunismos, nazismos-, pueda ser la antesala de algo tan distinto como lo que ellos ofrecen: disfrutar sin trabajar, distribuir sin producir y vivir una condición de riqueza sin antes haberla sudado. Hasta los más ingenuos alguna vez llegan a preguntarse ¿a cambio de qué tanta generosidad?
No has terminado de hacer la pregunta cuando sientes el mazazo. El régimen siempre se encarga de convertir en silenciosos sepulcros a todos aquellos que duden. Cualquier desconfianza o vacilación es resuelta con cárcel, segregación o desprestigio, y esa cara de asombro y repugnancia dedicada a todo aquel que dude de que haya algo así como el “interés general” del cual ellos –los socialistas- dicen ser los sumos sacerdotes.
Suena bien pero no existe. Cualquier incauto por lo menos se conmueve con la oferta de velar por la felicidad de todos sin llegar a entender que eso que ellos dicen que se llama “la felicidad de todos” es una mentira del tamaño de sus propias ambiciones. Es una patraña detrás de la cual se esconde una obscena ambición de poder. Es la zanahoria delante del burro, o el distractor que nos nubla la mirada y nos hace olvidar que solamente ellos, que están en el poder, están exentos de los rigores que les piden al resto. Ellos comen completo sin hacer colas. Tienen acceso a divisas sin pasar por los trámites o tener los límites que han impuesto al resto. Pueden viajar a donde quieran con la comodidad de vuelos privados en aviones que son propiedad pública. No se preocupan por problemas de salud porque consiguen medicinas, médicos y clínicas de clase mundial, mientras el resto, nosotros, pujamos por una cita, por pagar a duras penas el seguro privado, o peor aún, sometidos a la indigna condición de racionados, delimitados en el consumo y penalizados por querer tener algo.
Nosotros somos el resto. Ellos son la oligarquía burocrática que se ha apropiado de todos los beneficios transformándolos en privilegios, escondidos como prebendas obscenas detrás de un discurso igualitario, y acusaciones de traición lanzada contra todos aquellos que subvierten ese orden y se atreven a señalar los lunares purulentos que surgen entre lo que dicen, piensan y hacen.
A ellos no les conviene la diversidad. No la pueden manejar. Si la reconocen se consiguen con el ser humano y no con la masa maniobrable que ellos conciben carente de dignidad y sin buen juicio político. No somos “masa” y por lo tanto somos algo más que el consumo limitado por decreto y las ganas reducidas al compromiso revolucionario. Pero al gobierno le interesa mantener la ficción y seguir desconociendo “las esferas autónomas dentro de las cuales son supremos los fines del individuo”. Que detallazo eso de los consumos promedio. Para los colectivistas y sus mansos colaboradores sucede que estamos embutidos en una lógica estadística en la que se “arrecochinan” millones de datos. Todos saben que la realidad es mucho más verde y menos gris que esas medidas de tendencia central. Que el promedio de consumo de pañales sea de dos paquetes por semana no salva de la angustia al padre de cuatro niños, dos de ellos con diarrea. Que el promedio de consumo de pasta dental sea cuatro paquetes al mes no obvia las necesidades de una familia numerosa, y tampoco resuelve esa porción de la población que no ha sido parte de ninguna medición. Las estadísticas usadas así no son conocimiento científico puestas al servicio de la gente sino correas de transmisión de la represión.
Somos mucho más que un promedio. Somos individuos con vivencias y necesidades específicas. La advertencia la formuló Hayek cuando develó “El camino de la servidumbre” y demostró que la sumisión comienza precisamente cuando el ser humano permite esa indebida alineación de sus necesidades de bienestar con el rasero del dedo autoritario. No es así. Los caminos de la felicidad son tantos como seres humanos haya en el mundo, y dependen por lo tanto de “una multitud de cosas que pueden lograrse por una infinita variedad de combinaciones”.
Cada cabeza es un mundo, y nada más falso y peligroso que dejar avanzar estos colectivismos por la ruta del desconocimiento de la diversidad de expectativas y necesidades. Vamos a estar claros, ese universo de posibilidades no cabe en las disposiciones de una máquina captahuellas –o captacedulas- que no es otra cosa que la expresión tecnológica del racionamiento de siempre, al que arriban todos los que maltratan la suerte del país imponiéndole controles indebidos.
Los socialismos terminan sufriendo crisis recurrentes de desconfianza. Son económicamente insostenibles y la gente se va percatando de eso en la misma medida que la inflación asalta sus bolsillos, la escasez acaba con sus tiempos y el desempleo asola sus ingresos familiares. No es un problema del agalludo que quiere acapararlo todo sino una sensación generalizada de que lo que no obtengas hoy no lo vas a conseguir nunca. Los controles y rigideces son los parteros de los mercados negros, y la pobreza, en la que se encuentra al menos el 40% de la población activa, sometida a los bamboleos de la informalidad. Las colas son solamente sus síntomas más evidentes, que de ninguna manera van a ser resueltas por mecanismos limitadores del consumo. Las captahuellas no resuelven las causas sino que intentan reprimir fallidamente uno de sus efectos. Anticipo que no resolverán nada, pero profundizaran una crisis que tiene muchas aristas, entre ellas ese colaboracionismo estúpido de todos aquellos que piensan que alineándose van a salvar el pellejo, o su negocio.
Los mercados negros solo sucumben ante el libre mercado y la confianza que surge cuando se respetan los derechos de propiedad. Mientras esas dos condiciones no estén presentes seguiremos viviendo y sufriendo una economía envilecida, profundizada por esa incapacidad de reflexión y de comprensión social de la realidad, que apura las equivocaciones y convoca a muchos a ser los coadjutores irracionales de esta debacle. Irracionales porque no son capaces de ver la relación entre efectos y causas, y porque se pelean por tener en las manos el garrote con el que aplastan infructuosamente la realidad.
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